A por los cuatro millones

A una cierta edad, cuando vuelves la vista atrás, descubres que las cosas cobran sentido con escandalosa facilidad. Dado que has invertido una importante porción del tiempo de tu existencia en conseguir estar preparado, el paso posterior es lógico: estás parado.
Las facturas acucian, los polluelos piden manjares vermiformes con los que henchir su atribulado gaznate, así que te dispones a ejercer de lo que fuere menester.

Pruebas con el cuidado de infantes e infanzones. Entras en hogares donde la disciplina es un arcano ignoto, sonrisas -pocas- y lágrimas hacen que en una temporada...

... aquellos anárquicos niñatos se conviertan por fin en hombres de pro.

Hombres muy hombres, hombres con los que te irías de copas, tan hombres que ni siquiera necesitan mujeres...

... por los que estarías dispuesto a cualquier sacrificio. Porque son el fruto de tu sabiduría, las mieses de tu experiencia, la integral resuelta de tu examen vital.

Pero esos estúpidos jueces no entienden que es necesaria la aplicación de cigarros encendidos y constantes duchas de agua helada para la consecución de tales objetivos. Así que das con tus huesos en una absurda prisión. Por fortuna, aquí son muchos los que precisan de tus lecciones.
Y la comida no está tan mal.